En su vano intento por anclarse al día, el Sol trató de agarrarse a las nubes. Pero la belleza es efímera, como las Nubes, y el Sol sólo consiguió agarrar la nada.
Se iba, el día moriría con él.
Su eterno amor, la Luna, saldría en breves momentos y él quería observarla antes de marchar. Quería unirse con ella en una última mirada. Pero esas malditas Nubes se lo impedían.
El Viento, su amigo, al verle tan triste y desesperado, corrió a levantar a las perezosas Nubes, a disiparlas, para que su viejo amigo pudiera contemplar a su lejano amor una vez más.
Y como un sueño profundo, con su belleza onírica, la Luna apareció y reflejó el regalo que su Sol le ofrecía: su luz.
Y la Luna, extasiada, rió de felicidad y mandó su amor en la luz reflejada de nuevo hacia el Sol.
Y el Sol, complacido, dejó morir al día.